EL TESORO DE ALEJANDRÍA
Cuentan los manuscritos, que a mediados del siglo III a.C. fue construido el faro de Alejandría, que acabó derruido cerca de 1323 a causa de varios terremotos. Se hizo una reconstrucción en el lugar donde estaba. Puede que el faro fuera destruido, pero no así su misterio.
Nos encontramos en el año 2004. Un buscador de tesoros llamado Mark Steward se encontraba tranquilamente en su villa en Nueva Jersey, ciudad de su natalicio. Tenía 45 años recién cumplidos. Mark poseía una de las mayores villas de los Estados Unidos, y era uno de los diez hombres más ricos de esa nación. La fortuna que engendraron sus descubrimientos le proporcionó un gran status. Vivía solo, entre sus pensamientos y descubrimientos, los cuales le dieron fama universal. Desde hacía unos años se declaraba ‘’jubilado’’, puesto que no recibía ningún nuevo encargo. Pero su vida daría un vuelco cuando menos se lo esperara. Enero, mes de invierno en los Estados Unidos, no así en la otra mitad del globo, en la que prevalecía un calor sofocante.
Mark poseía un montón de tesoros, de los cuales no se quiso despojar jamás. Entre otros una máscara egipcia que era utilizada en los rituales de esta civilización. Siempre le había llamado la atención esa reliquia, y también el prominente bulto que lucía en la zona donde debería hallarse el pómulo derecho de su antiguo propietario. La suerte quiso que su criado, el señor Min Tarburt, la tirara accidentalmente al suelo, y se partiese en varios cachitos. El estruendo de la cerámica rota alarmó a Steward, el cual propinó una severa reprimenda a su criado. Cuando Mark fue a recoger los trozos, de la prominencia de la máscara, cayó un papel bastante roído.
Mark lo abrió, y tal fue su sorpresa al encontrarse un detallado mapa de Egipto. El hecho de que una marca en forma de cruz se hallase cerca del mar, en un remoto lugar del paraje desértico de África, el cual coincidía con la localización de las ruinas de una de las siete maravillas del mundo, el faro de Alejandría.
Unas inscripciones jeroglíficas en el margen derecho del mapa percataron a Mark de que un tesoro le estaba llamando a la puerta.
Él mismo financió el transporte hasta su mansión de las dos personas que más podían entender de ese tema en el mundo: el arqueólogo David Rosenforg y el expedicionario Charles Niccolson.
El primero canadiense, el segundo estadounidense.
David era experto en el Antiguo Egipto, y por lo tanto, en los secretos que éste albergaba.
Mark le enseñó el mapa, y las inscripciones jeroglíficas, las cuales reconoció enseguida el arqueólogo.
‘’El faro de Alejandría esconde un secreto, pero el maleficio que lo envuelve maldecirá al que el faro intente usurpar’’
Estas palabras sembraron la discordia entre los tres exploradores. Pero finalmente, la decisión fue unánime: partirían en busca del tesoro de Alejandría.
Unos días después, ya con los equipajes preparados, los tres hombres fueron hasta el aeropuerto de Boston, desde el cual volaron hasta Egipto. Una vez allí, fueron hasta Alejandría vía helicóptero.
Alejandría se encuentra en la costa del mar Mediterráneo, enfrente de Turquía.
Una vez instalados en un hotel de la zona, se dirigieron a la reconstruida Biblioteca de Alejandría, para investigar un poco sobre el tema. La leyenda contaba, que en el faro se encontraba uno de los mayores tesoros de la historia de la humanidad. Muchos arqueólogos, historiadores, buscadores de tesoros, o simplemente curiosos lo habían buscado, pero nadie había conseguido dar con él jamás.
Después de consultar varios libros de arqueología y del Antiguo Egipto, se pusieron manos a la obra.
El faro permanecía cerrado a las visitas de los turistas. Solamente gente con algún tipo de permiso podía entrar. Este era el caso de Mark, quien ya había estado en Egipto varias veces, investigando sobre las pirámides, y que había recibido su permiso a cambio de entregar al presidente egipcio uno de los muchos tesoros que pudo encontrar en las pirámides.
Antes de entrar, David se fijó en un detalle: un jeroglífico con forma de óvalo se podía apreciar en la entrada al faro.
Una vez entraron, empezaron a razonar. Si el faro fue reconstruido, el tesoro no podía encontrarse en el faro en sí. Mark, pensativo, se apoyó en un adoquín de la pared del faro, el cual cedió ante el empuje. Medio suelo se desprendió, y dio lugar a unas escaleras perfectamente situadas, como si se hubieran puesto allí con toda la idea.
Los tres bajaron los escalones, poniendo muchísimo cuidado en donde ponían el pie.
Una vez abajo, el túnel se dividía en dos caminos, uno hacia la derecha y otro hacia la izquierda. Decidieron tomar el de la derecha. Charles se quedó rezagado, mientras se ataba los cordones de su bota. Se escuchó un pitido, y una pequeña explosión hizo ceder la entrada al túnel por el cual David y Mark se habían introducido. Una sonora carcajada se escuchó desde el otro lado:
-Ingenuos ¿De verdad pensabais que iba a repartir el tesoro?-dijo Charles.
Éste cogió el otro camino y, tras una retahíla de pasos, Charles desapareció. Los dos aventureros se quedaron solos. Un crujido se apreció en el túnel. Un ruido continuo alarmó a los dos hombres: el final del túnel se iba acercando poco a poco, y los aplastaría contra las rocas si no se daban prisa en salir. Reunieron fuerzas y empezaron a apoquinar rápidamente con las piedras, pero el tiempo se acababa.
David dijo:
-Apártate
Colocó un barreno entre las piedras, se fue a encontrar con Mark, y dinamitó la entrada.
Las piedras volaron por los aires, y la salida quedó despejada. Justo a tiempo de que la pared no les aplastase.
Continuaron por el otro pasadizo, subieron unas escaleras, y se encontraron en una amplia estancia. En el centro se encontraba un baúl de un impresionante tamaño. Tendido a su lado en el suelo, el cadáver de Charles. Éste había sido alcanzado por un dardo, el cual le propició una muerte rápida.
Los dos hombres se acercaron al cofre. Un enorme candado en el que se encontraban múltiples botones impedía la apertura del cofre. Diversas formas como podían ser un águila, una estrella, un triángulo, un humano, un árbol, un óvalo, una mano y un rectángulo se encontraban talladas en cada uno de los botones del cofre. Como un fogonazo, la imagen de un óvalo se pareció en la mente de David: era el mismo que había visto en la entrada. Convencido y sin esperar una respuesta de Mark, oprimió el botón con la hendidura con forma de óvalo, y el candado se desprendió del cofre, dejando ver su interior: una inmensa cantidad de monedas doradas, esmeraldas, rubíes, y demás joyas cuyo nombre no conocían. Habían descifrado el misterio y dado con el cofre del Faro de Alejandría.
Dos años más tarde, se volvieron a encontrar dos de los hombres más ricos del mundo: David Rosenforg y Mark Steward. Volvieron a recordar el maravilloso momento en el que encontraron el cofre. Nadie sabía como había aumentado su fortuna, puesto que ninguno de los dos desveló jamás su secreto, pero muchos afirmaban que algo extraño debió de ocurrir para que desapareciera de repente un expedicionario como era Charles Niccolson. Brindaron por él. Sendas carcajadas salieron de las bocas de los dos hombres.
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